With a deep distrust and a deeper faith.

1

Dar unos pasos titubeantes, tratando de no creer; caer después de rodillas y quedarse así, con las manos inútiles en los costados, sin dejar de mirar; tal vez igual que Héctor, que fue incapaz de bajar los ojos ante el afán con el que Aquiles se disponía a pararle el corazón.

2

Una hora antes, tal vez dos, el grito de un animal que bramaba desde muy lejos lo había sacado del sueño; ya despierto, había permanecido escuchándolo, inmóvil, imaginando algo a punto de morir o de dar a luz, hasta que el grito se apagó y solo quedó la respiración afanosa del viento.

Corso silenció la alarma con un gesto preciso de la mano, encendió la linterna y echó una ojeada al Cyma que llevaba en la muñeca. Marcaba la una y cincuenta y siete. El viento había cesado de soplar y desde el exterior de la tienda llegaba un silencio de sonidos infinitesimales.

Posó la mirada en el libro que la noche anterior había dejado abierto junto a la cantimplora, con las páginas hacia abajo y divididas de forma desigual, como las alas de un pájaro destinado a volar en círculos.

En las últimas líneas la mujer le contaba a su marido, recién llegado de un largo viaje, que durante su ausencia su hija había sido en todo momento buena y dócil, pero que casi no había probado bocado y que cada vez que alguien le había propuesto algo había respondido: «¡Ni hablar!». El hombre la escuchaba, sentado en el sofá; después, se quitaba los zapatos y hacía un comentario que no servía para resolver el problema.

Corso se masajeó el cuello. Dos gotas de vapor condensado corrían por la lona de la tienda, como insectos de caparazón translúcido. Después extrajo los pantalones y los calcetines del saco, que había guardado consigo para mantenerlos calientes, se vistió, preparó la mochila y salió.

Afuera, la luz de la luna revestía del mismo tono gris cada objeto.

Encendió el hornillo, que había dejado al abrigo de una roca, y, mientras la llama crepitaba, bajó al lago, donde llenó de agua un cazo y se lavó la cara. En el espejo de las aguas, apenas algo mayor que el recinto de una feria de pueblo, se expandieron círculos del color de la luna. Pero cuando Corso se levantó para regresar a la tienda, la superficie volvió a quedar oscura e inmóvil.

Dejó caer en el cazo una bolsita de té y estudió las montañas a su alrededor: cumbres de algo más de tres mil metros, antiguas, elevándose sin ímpetu, recorridas por vetas de níquel ennegrecidas por el agua.

Valoró la cumbre por la que había decidido ir hasta allí. La noche anterior, durante la puesta de sol, tuvo la impresión de descubrir en ella un punto de belleza, aunque de esa que requiere paciencia para ser comprendida. En aquel momento, sin embargo, no le parecía más que un triángulo de frías tinieblas.

—¿De verdad eres fea? —le preguntó.

La montaña se quedó mirándolo, silenciosa, con su silueta tan punzante como su nombre de cinco letras. Corso asintió; pronto lo comprobaría. Después se alejó unos pasos, se abrió el pantalón y orinó. Por encima de él la noche era límpida; las nubes, lejanas y estáticas. Unas pocas estrellas brillaban en la parte más oscura del cielo.

Sacó de la mochila la tienda, el saco y el hornillo y lo escondió todo bajo una roca a los pies de la pared; después echó un último vistazo a la falda de piedras que ya había recorrido y comenzó.

Los primeros metros los ascendió poco a poco, casi con indolencia, para permitirle a su cuerpo entender lo que le estaba pidiendo. La roca, fría pero sin hielo, daba a los dedos exactamente aquello que prometía; así pronto su mente se deslizó hacia la blanca estancia por la que había decidido ir hasta allí: una habitación silenciosa y sin puertas, con un único cuadro colgado, de gran tamaño, y con todo el tiempo del mundo para recorrerla hasta el final.

Se dio cuenta de que estaba cerca de la cima cuando distinguió la cruz de metal que una tormenta había arrancado unos años antes. Ahora colgaba del revés, sostenida por uno de los tirantes metálicos.

La rodeó por un corto camino en diagonal y, con una decena de presas, hizo cumbre.

Sacó el termo de la mochila, se sirvió té y contempló la falda de piedras a los pies de la montaña: los fragmentos de sílex, bajo el azul lunar, tenían el aspecto de lomos de animales de sangre fría que a lo largo de los siglos hubieran acudido a morir, los unos junto a los otros, en el cementerio elegido por el fundador de su estirpe. Más allá, el ópalo perfecto del lago, el sendero, el bosque y, finalmente, la carretera, en la que descansaba junto al puente su coche, diminuto y simple como un ladrillo. Vistos desde arriba, todos los objetos parecían quietos y anhelantes, como debió de ser antes de que brotase la vida.

Se pasó una mano por la frente, en la que el sudor era ya polvo duro.

Imaginó las últimas páginas de la novela: la mujer, en el centro de la sala; el hombre, que la escuchaba sentado en el sofá, con los pies apoyados en la mesa baja de cristal. Tras ellos, unas escaleras de colores claros; racionales y sin extravagancias, como todos los espacios de aquella casa.

Se imaginó subiendo esas escaleras y recorriendo el pasillo hasta llegar al dormitorio, en el que, tras una puerta entreabierta, dormía una niña de cuatro años, con la pierna izquierda fuera de las mantas.

Fantaseó con entrar y sentarse a su lado; con apartarle un mechón de su larga melena clara y acariciarle el hueco tras la rodilla, donde su piel, finísima, dejaba entrever el celeste de sus venas. Con apoyar después la cabeza sobre la almohada y quedarse así, a apenas unos centímetros de su rostro, escuchando el ligero aliento entre sus labios, hasta sentir que un mal oscuro le latía en el pecho, como un segundo corazón.

Levantarse entonces, acercarse a la ventana y comprender, al distinguir los faros del coche parado a la puerta de la casa, que una vez que saliera de allí nunca más se le permitiría volver a ver a la niña ni saber nada de ella. Nunca más.

Corso se puso en pie de un salto, con la boca muy abierta, como si se estuviera ahogando. La oscuridad en torno a él le pareció inmensa y lo invadió el deseo de saltar; después la visión de aquella única nube que llegaba del mar, sola, lenta, inocente, lo serenó. Dejó de temblar y el nombre de la niña desapareció de sus labios.

Al este, lejos de la llanura, brillaban, nítidas, las luces de pueblos cuyos nombres habría podido recordar con un poco de buena voluntad, y más allá de aquellas geometrías, la masa luminosa de la gran ciudad.

Les echó un último vistazo; a continuación se llevó la mochila a la espalda e inició el descenso.

Se había levantado viento y por el este la noche empezaba a cambiar de color. Desde muy lejos, por la ladera francesa, subían los ladridos de un perro, como el principio de alguna cosa.

3

A unos cien metros del agua distinguió la silueta de un pequeño todoterreno, aparcado junto a su Polar. Apoyado en el capó, un hombre vestido de gris o de azul, con un gorro en la cabeza, lo miraba. La escopeta que llevaba a la espalda reflejaba la palidez de la luna con una suavidad que provocaba somnolencia.

Recorrió los últimos metros sin prisa.

El hombre lo esperaba en la barandilla del puente, mientras contemplaba la espuma bajo los arcos. Cuando Corso llegó a su altura, se sacó de la chaqueta una cajetilla e hizo ademán de ofrecérsela. Ante la negativa de Corso, levantó el rostro hacia el disco de la luna.

—¿Está usted casado? —preguntó.

Tenía un cuerpo enjuto y el pelo del mismo tono gris que el uniforme. Mediana edad.

Corso dijo que no.

—Ha hecho bien —le respondió aquel hombre mientras exhalaba el primer humo entre sus dientes mal repartidos—. No hay mujer que pueda comprender estos lugares como los comprendemos nosotros.

Mantenía la brasa del cigarrillo escondida en el hueco de la mano, a pesar de que no estaban en el puente exterior de un barco y de que no soplaba ni una gota de viento.

—¿De dónde ha bajado?

—De la Picca.

—¿La que está encima de la mina de hierro?

—Enfrente.

Dio una calada más larga.

—Tengo un hermano cura en Comiso —comentó—. Nos vemos poco, pero cada vez que lo hacemos le pregunto por qué ha tomado los hábitos. Y él siempre me responde que quien no ha recibido esa gracia no puede entender la alegría que supone servir a Nuestro Señor. —Con un chasquido de dedos hizo volar hacia el río lo que quedaba del cigarrillo—. Por eso no le pregunto a usted qué se le ha perdido allí arriba.

Corso hizo un gesto de asentimiento, que también era de despedida, y se encaminó hacia el coche. Mientras se desataba los cordones de las botas, el hombre se acercó a él y empezó a remover ligeramente con los pies la hierba de alrededor, como si hubiese perdido algo que tampoco mereciera demasiado la pena buscar.

—Hay una cabra salvaje muerta a los pies de la Picca, ¿la ha visto?

Corso se quitó los pantalones de montaña y se puso los vaqueros.

—No.

El agente forestal miró en dirección al profundo valle, en el que la luz se iba abriendo paso.

—Dos de Savona le dispararon y después fueron incapaces de ir a cogerla. Cuando les confisqué las escopetas, uno de ellos me dijo que no le diera sustos, que estaba enfermo del corazón —escupió—. Hacen que eche de menos a los cazadores furtivos de antes, los que te disparaban directamente.

Corso se abrochó las sandalias.

—Que tenga un buen día —le deseó.

Mientras salía de aquel claro, vio como el hombre se encendía otro cigarrillo. Lo mantuvo en el espejo retrovisor hasta que el puntito rojo de la brasa fue engullido por la oscuridad, a la que el día aún no había vencido; después abrió la ventanilla y apoyó en ella el codo.

Había visto aquella cabra la noche antes, cuando el sol, al ponerse, había teñido de amarillo el nevero en el que yacía el animal. Sentado fuera de la tienda, estuvo observándola durante largo rato, pero la cabra permaneció inmóvil todo ese tiempo, con la cabeza girada en dirección al valle, ya de la misma sustancia que las piedras y los huesos que apenas unos días antes había estado pisoteando. Un macho joven o una hembra, pensó entonces.

Encendió la radio del coche y condujo varios kilómetros escuchando una antigua canción de Françoise Hardy. Le hacía daño la letra, le hacía daño la melodía y también la cara de Hardy, que no conseguía apartar de su mente. Sin embargo, la escuchó entera.

Cuando la carretera penetró en un cúmulo de casa bajas, apagó la radio y redujo la velocidad hasta que se detuvo delante del último edificio, en el que resaltaba el logotipo amarillo de un teléfono público.

Desde los tiempos en los que se diseñó aquel logotipo, la compañía telefónica había cambiado ya de nombre dos veces. No se veía ninguna luz en las ventanas y, de no ser porque desde el interior llegaba una letanía en árabe, se diría que la casa llevaba años abandonada.

Se bajó del coche, cogió del suelo un poco de grava y la lanzó contra una de las ventanas; después se dio la vuelta y se dispuso a esperar. La vivienda de enfrente estaba reformada al estilo urbano: bajo el balcón, dos garrafas colocadas al revés para desaguar, una moto de trial y una caseta de perro de la que salía una cadena de hierro que habría podido sujetar un barco de vapor.

—Entra —ordenó una voz seca.

Corso subió los tres peldaños y llegó a una sala con una barra de bar y seis mesas, y paredes de las que colgaban cabezas de jabalíes, cabras salvajes de los Alpes, rebecos y animales de pequeño tamaño, a los que el taxidermista había inmovilizado en posturas astutas o feroces. El suelo estaba formado por baldosas con flores pequeñas. Además de un biombo plegable, se intuían un televisor y una antigua máquina para moler el trigo.

Corso se sentó en uno de los taburetes dispuestos delante de la barra.

El hombre, alto, viejo y delgado, estaba colocando una taza bajo la boquilla de la cafetera. Parecía que se hubiese escapado de un hospital, aprovechando una puerta que alguien se hubiera dejado abierta por error, y que no le había dado tiempo de peinar su cabello canoso ni de quitarse el pijama.

—¿Sabes quién hacía lo mismo que tú? —preguntó.

Corso buscó la música árabe que había oído desde fuera, pero el local estaba en silencio.

—Nino Oggero —se respondió a sí mismo el viejo—. Un rarito que se iba solo, sin decirle nada a nadie, hasta que un día ya no volvió. Tardamos una semana en encontrarlo. Se rompió la columna al caer del Traverso. A su madre no se lo dijimos, pero no le quedó ni una uña, de tanto que había arañado a su alrededor para intentar levantarse.

Puso el café sobre la barra.

—El hielo —y golpeó con los nudillos la encimera de madera— se le había pegado de tal manera que no conseguimos separarlo ni con la pala. Tuvimos que encender una hoguera, a ver si así había forma, pero los que tenían que vigilar el fuego por la noche se quedaron dormidos y, por la mañana, Nino Oggero ya no tenía pelo. La madre, después de verlo en el féretro con aquella cabeza achicharrada, ya no vivió más que para la iglesia.

Corso bebió un sorbo de café.

—¿La otra vez no fueron los pies lo que se le quemó?

El viejo lo escrutó, molesto, y luego dirigió la mirada al perro que estaba tumbado debajo de una de las mesas. Detrás de los cristales de las ventanas el cielo tenía ya una claridad difusa.

—Y tú, ¿qué miras?

El perro bajó los ojos culpables.

—Si lo dejo fuera, se queja del reúma. —El viejo sacudía la cabeza—. Si lo dejo dentro, se queja porque su naturaleza le pide estar fuera. Lo que tendría que hacer es llevarlo al bosque con mi pala. Y sería mejor todavía que alguien hiciese lo mismo conmigo. ¿Quieres comer algo?

—¿Qué tienes?

—Ha quedado jabalí.

Corso entró en el baño, se quitó el jersey y la camiseta de media manga y se lavó con la pastilla de jabón que había en el lavabo. Limpió de sangre coagulada la herida que se había hecho en la base del pulgar y la envolvió en un pañuelo.

Cuando regresó a la sala llevaba una camiseta limpia.

—En el puente había un agente forestal nuevo —comentó volviéndose a sentar en el taburete.

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